Yo
estudié en una escuela cardenista; una escuela que surgió primero como
maestro más que como edificio. Como somos un país de constructores de
pirámides, ahora primero construyen las pirámides y después inventan qué
cosa meter. Cuando yo estudie la primaria era exactamente al revés. Un día
llegaba la noticia de que se había presentado el maestro, y el maestro
llegaba sin casa, llegaba sin escuela, pero al conjuro de la palabra del
maestro, la escuela iba naciendo a la sombra del árbol.
Era el
año de 1943, en plena guerra, cuando el gran árbol, una ceiba, se convirtió
en la escuela primaria. Nadie imaginaba que la escuela era pobre, nadie
tenía la más remota idea que era necesario tener laboratorios, porque
teníamos el mundo como laboratorio, teníamos el campo, los ríos, los cerros,
teníamos lo que íbamos recogiendo en las tierras aradas de los campesinos,
metates y figurillas prehispánicas; y eso servía también como un espléndido
laboratorio para la Historia.
Lo que
más me interesaba de aquella escuela era que combinábamos el estudio con el
trabajo. En la mañana éramos niños de escuela y en las tardes éramos
aprendices de oficial de un oficio, por eso se llaman oficiales. Teníamos
que ser al terminar la primaria, oficiales de carpintería, de hojalatería y
de zapatería. Y la relación que había entre nuestros maestros de la mañana y
los maestros de talleres en las tardes era extraordinaria, porque era al
mismo nivel.
Nunca un
maestro graduado podía sorprenderse de que el maestro de oficio fuera
diferente a él.
Y así se
daba una relación espléndida.
¿Por qué
era posible que nosotros tuviéramos una escuela de ese tipo? Ya cuando yo
estuve en sexto grado de primaria, el resto del país había caído en la
desgracia del alemanismo de Miguel Alemán. Lo que pasa es que en Chiapas
todo llega tarde. Y esto tiene que ver con la geografía. Imaginen la
geografía absolutamente viril de México que, de pronto y para fortuna del
país, se hace cintura de muchacha en el Istmo de Tehuantepec y levanta la
cadera hacia Yucatán, buscando el broche de Cuba. Entre la cintura de
muchacha y la cadera de Yucatán, está la transformación de esta geografía
antes viril, para ser ahora profundamente femenina con el bracito de Baja
California metido en el mar. Entonces, nosotros los chiapanecos, estamos
exactamente entre la cintura y la cadera, lo cual no es malo en términos de
justicia.
Ahora,
desde el punto de vista de comunicación, esto es un problema. Chiapas está
atravesado dos veces por la Sierra Madre, lo cual en extraordinario
castellano es un desmadre, porque ha provocado una falta de comunicación
histórica. Tenemos nada más los grandes canales de comunicación. Todas las
carreteras actuales y el único ferrocarril siguen las mismas rutas que
siguieron los pochtecas, que siguieron las migraciones, porque es la
geografía la que va marcando el camino. La gran ruta de la costa es muy
importante en tiempo de agua, porque entonces hay un canal que permite la
navegación desde el Istmo de Tehuantepec hasta más allá de Guatemala. En
tiempo de secas se puede usar la gran ruta de las montañas, que es la que
siguió Fray Bartolomé de las Casas cuando vino de la costa del Golfo.
Esta
falta de comunicación nos privó de muchos contactos con el mundo. Es,
también, la explicación de por qué nosotros seguimos hablando en este
castellano casi, casi, del siglo XVI. Cuando tengo la fortuna de
encontrarme, y me ha sucedido con frecuencia, a sefarditas en Estambul o en
Bulgaria, es un placer enorme. Si yo hablo despacio y ellos también, podemos
conversar perfectamente nada más cambiando pecto por pecho y facto por
hecho, pero el resto es la misma construcción nuestra: vos, vení, corré,
andá, decime, y uno puede conversar precisamente por este carácter no
congelado del idioma; porque si algo ha sido hirviente en Chiapas, eso ha
sido el idioma, pero se quedó detenido en el tiempo y en su evolución. A
esto se debe el por qué nosotros estuvimos siempre como en una región de
castigo, región de trasmano, región de soslayo, a la cual únicamente
llegaban quienes iban de camino a Centroamérica, que no eran muchos.
Estamos y estuvimos tan
alejados del país que a nosotros todo nos llegó tarde. Ayer decía en la
Universidad Nacional que la guerra nos llegaba en tiempo de paz. Ya el resto
de los mexicanos estaban con la corona de oliva y nosotros teníamos los
primeros cañonazos; y al revés, el resto de los mexicanos se estaban matando
y nosotros estábamos tocando las primeras marimbas, sin ninguna
preocupación. Esto es lo que hizo que mientras el alemanismo estaba ya
absolutamente posesionado del país, nosotros no nos habíamos enterado que se
habían perdido las elecciones y seguíamos pensando que el general Cárdenas
estaba en la presidencia. Los hombres y mujeres de mi generación que eran
niños en esa época, recordarán que cantaban una espantosa canción que había
enseñado la OEA: "América inmortal, faro de luz, faro de libertad"; pero no
era nuestra América, era la otra, la América del Norte. En cambio, nosotros,
que no nos habíamos dado cuenta de tan brutales cambios, cantábamos en la
escuela: "Arriba los pobres del mundo", La Internacional, como habían
cantado los niños todo el tiempo en la época de la educación socialista.
Y allí,
en esa escuela, había una cosa que era muy importante. Nuestros maestros
habían descubierto o inventado técnicas pedagógicas que tal vez después
habrían de desembocar en las grandes novedades de las escuelas activas. Pero
allí era aplicado como un trabajo diario. Hay que recordar que los maestros
estaban ligados a su comunidad, que eran la vanguardia del pensamiento, que
el maestro era el intelectual que llegaba a una región remota y encabezaba
las mejores luchas por la libertad, por la democracia y por la dignidad de
aquellos pueblos. Así, bajo los árboles nacía la escuela. Después, los
padres y los vecinos sin necesidad de cuestiones que se llamen solidaridad y
otras cosas espantosas de ahora, hacían verdadera solidaridad. Es una
lástima que la palabra se haya descompuesto tanto.
En
nuestra escuela, donde combinábamos el trabajo y el estudio, también
teníamos elecciones. Los niños teníamos una vida democrática, hacíamos
planillas y luchábamos por conquistar votos para la sociedad de alumnos.
Teníamos también una cooperativa, hacíamos teatro y música.
Algo que
para mí fue muy importante, era que teníamos un periódico mural que se
llamaba Alma Infantil. Y ese periódico mural nos obligó a hacerlo
impreso porque teníamos mucha correspondencia con niños de casi todos los
países del mundo. Había un sabio catalán, como dice García Lorca: "siempre
hay un sabio catalán", y el nuestro era el maestro Fábregas Puig, capaz de
traducir a casi todos los idiomas posibles. Nos ayudaba y mandábamos cartas
que los niños de otros países nos contestaban y nos pedían ejemplares del
periódico mural. ¿Y cómo diablos mandar el periódico mural? Por ello fue
necesario imprimirlo, pero no teníamos dinero. Por fortuna, en Chiapas,
siempre hay un poeta en un puesto determinado.
En este
caso fue el poeta Santiago Serrano, Don Chante Serrano. Don Chante
había sido en su momento un auténtico héroe cultural. Había ido a Nueva York
y allí había aprendido las técnicas poéticas de la vanguardia. Él fue quien
trajo la vanguardia poética desde Nueva York a Chiapas. Por cierto que en
Nueva York había estado acompañado por don César Castellanos, quien había
ido a estudiar ingeniería y no terminó, pero que ocupa un lugar destacado en
la cultura chiapaneca por ser el papá de Rosario Castellanos. Don César
Castellanos no llegó con el título de ingeniero, pero sí trajo un aporte
cultural importantísimo. Los chiapanecos, ingenuos de nosotros, pues desde
que Bernal Díaz del Castillo llevó las primeras semillas de naranja y las
sembró, siempre habíamos comido naranja nada más como pico de gallo, como
botana y como fruta. Gracias a la sagacidad del poeta don Santiago Serrano,
que estaba abierto a todas las culturas del mundo, en Nueva York había
descubierto que se puede hacer jugo de naranja, y don César Castellanos, que
era el único que tenía dinero para comprar naranjas, fue el encargado de
llevar por todos los rincones de Chiapas esta noticia extraordinaria que
cambiaba completamente la relación de la cultura en nuestro estado. Y todos
nos avergonzamos: ¿cómo es posible que hayamos perdido casi 450 años sin
entrar a la civilización del jugo de naranja? Por eso es que en Comitán hay
un patronato para hacer una estatua a don César, que va a llevar en la mano
izquierda los libros de Rosario y con la mano derecha hará como si
exprimiera una naranja.
El poeta
Santiago Serrano, además de traer la vanguardia, había hecho otro aporte
importantísimo a la cultura de Chiapas. Don Chante tenía una
habilidad extraordinaria para jamás bajarse de la hamaca más que para hacer
cuestiones absolutamente necesarias. Porque las demás que son todavía más
necesarias, las hacía también en la hamaca. Quiero decir que el poeta jamás
trabajó, ni en Nueva York, y eso requiere talento. Tenía una enorme
capacidad para poder detectar viudas bellas que sus muy esforzados maridos,
que en paz descansaban, las habían dejado, como oportunidad del mundo, con
dinero. Las detectaba de inmediato y se casaba siempre. Le decían el árbol
de la mala sombra, porque hay un árbol en Chiapas que el que duerme bajo él,
se muere. Y eso ocurría también con las viudas. Entonces él podía ir
buscando nuevas viudas por allá, por allá y por allá e iba acumulando
ciertos recursos que éstas le dejaban. Gracias a ello podía dedicarse con
toda tranquilidad a la función literaria. En un país en el que no hay becas,
hay que inventarlas.
En uno
de esos matrimonios del maestro Santiago Serrano con una señora muy guapa de
Comitán,
había nacido una niña deslumbrantemente bella que desde recién nacida fue
hermosa. Cuando yo la conocí era ya una adolescente. La gente hacía visitas
inútiles a la imprenta del maestro Serrano para ver aquella belleza. Ese
aporte a la cultura es ni más ni menos que Irma Serrano, La Tigresa,
quien en esa época era bellísima, la de antes de toda esa máscara de ahora.
Era muy linda y nosotros descubrimos aquella imprenta. Le pedimos al maestro
Santiago Serrano que nos permitiera imprimir Alma Infantil allí.
Ahora que estoy haciendo memoria, yo creo que más que la imprenta, Irma nos
llevó de la mano para ver a Irma. El maestro Santiago Serrano estuvo de
acuerdo en que hiciéramos el periódico, siempre y cuando aprendiéramos
tipografía y también pudiéramos imprimirlo, lo cual fue maravilloso.
Empezaba el descubrimiento de la literatura en forma manual: ir encontrando
los tipos manuales, aprender a escribir al revés. Luego, trabajar con las
formas, con las matrices. Para ahorrar dinero, don Chante no nos permitía
usar electricidad en las máquinas, había que trabajar siempre con el pie, al
"pedalazo", con las máquinas Chandler, verdaderos prototipos de los
vehículos de la cultura. El periódico tenía ocho hojas, lo cual quiere decir
que había que meter tripa por que al primer golpe salía la 1, la 2, la 7 y
la 8, y luego la 3, la 4, la 5 y la 6; entonces había que meter tripa. Eso
lo hacíamos en el corredor de la casa donde estaba la imprenta, que era un
corredor cuadrado con un patio en medio. Allí nos sentábamos en el suelo
metiendo la tripa y esperando que empezara aquel ruido primero inquietante y
que después llenaba la atmósfera completa de nuestros corazones, de nuestras
almas y de todo el resto de la anatomía que estábamos descubriendo. Era el
ruido de la máquina un cierto susurro: fffuuuit, fffuuuit, fffuuuit, y la
máquina iba tomando su propio impulso y era cada vez más rápida: fuit, fuit,
fuit. De plano empezábamos a perder la cuenta de las tripas porque todos
empezábamos a ver nada más hacia la puerta abierta que estaba al fondo del
corredor, donde en el momento exacto en que habíamos ya perdido el control
de la tripa, aparecía una uña pintada de rojo, y detrás de la uña pintada de
rojo, un pie maravillosamente arqueado y aquél tobillo con su peroné y la
pantorrilla maravillosa. Ya en ese momento todo mundo se había olvidado del
Alma Infantil, porque teníamos un alma bastante corrupta. En el
momento en que aparecía luminosa la rodilla, en ese instante se oía la voz
del poeta Santiago Serrano que decía:
–¡Irma,
cierra la puerta que los jóvenes están nerviosos!
Alma
Infantil
tenía entre sus características que los niños publicabamos poemas, cuentos,
relatos,
reportajes, entrevistas. Yo mismo hice una entrevista con una actriz
chiapaneca que en ese momento era muy importante, se llamaba Amanda del
Llano. ¿Y quiénes eran los niños que escribían en ese periódico? Bueno,
estaba el niño Juan Bañuelos, que escribía poemas y es hijo de un maestro
herrero. Hago aquí un paréntesis antes de ver al resto de los niños que
escribían en el periódico.
El
maestro Bañuelos había llegado a Chiapas desde su lejano norte en un viaje
mítico hacia Colombia, donde iba a ser mecánico de automóviles. Al pasar por
el Río Grande de Chiapas, que ustedes conocen como Grijalva, entre Tuxtla y
Chiapa de Corzo, encontró a una muchacha tan bella que le hizo olvidar
Colombia y se quedó casado para siempre con la señora Chanona. Y allí
empezaron a nacer los Bañuelos: Juan, el mayor, fue gemelo y como 5 años
después nacieron otros triates. El gemelo de Juan murió y los triates
también. Cada vez que el 8 de junio se celebraba la fiesta del niño Juan
Bañuelos, había cinco piñatas por los cuatro que faltaban.
El
maestro Bañuelos era un hombre muy fuerte. Lo recuerdo perfectamente con su
overol
de
mezclilla con la pechera hasta arriba, sus tirantes y una camisa a cuadros
rojos que nadie usaba en ese momento, el pecho siempre abierto, un cuello
extraordinariamente fuerte, una cabeza calva muy noble y unos brazos con la
camisa arremangada, donde estaba concentrado todo su oficio. Pero lo más
importante de todo, era el cimiento de aquella arquitectura maravillosa,
unos zapatones mineros enormes que hacía tronar cuando caminaba: ¡pom!, ¡pom!,
¡pom! Esto era muy importante en ese momento porque en Tuxtla la mayor parte
de los padres de familia trabajaban en el gobierno o en el comercio.
Entonces, los asuntos de actividad directa siempre eran despacito,
calladito, un susurro, para que no se fuera a molestar el jefe o el patrón.
En cambio, el maestro Bañuelos caminaba sonando fuerte los talones: ¡pom!, ¡pom!,
¡pom!, y mirando a todos de frente, ¡pom!, ¡pom!, ¡pom!. Yo le pregunté a mi
papá:
–Oye,
ese señor por qué camina tan bonito.
–Es que
es obrero.
–¡Ah!,
bueno.
Era el
único que componía aviones y demás. Me acuerdo un día que estábamos el niño
Juan Bañuelos, el niño Óscar Oliva y yo, cuando de pronto, vimos venir aquel
monumento caminando del maestro Juan Bañuelos: ¡pom!, ¡pom!, ¡pom! Y yo,
como sabía que era obrero, les dije según el texto que vimos en la escuela
primaria:
–¡Camaradas!, ¡vean ustedes a la clase obrera entrando a la Historia!
Porque
Historia se llamaba una cantina que estaba enfrente, y en ella
entraba a echar copita.
Juan
Bañuelos, pues, escribía poemas en Alma Infantil. Otro que escribía
poemas en nuestro periódico, era el poeta Óscar Oliva, el niño Óscar Oliva.
¿Y quién era el papá del niño Óscar Oliva? Era don Óscar Oliva, personaje
fundamental para nosotros, porque su familia estaba ligada directamente con
la cultura de Chiapas por muchas razones.
Don
Óscar Oliva había construido un centro extraordinario de cultura en un
momento sumamente necesario en Chiapas. Al gobierno se le había ocurrido
crear el Ateneo de Ciencias y Artes en Chiapas. Como Chiapas, con la inicial
que tiene es muy difícil que algo pueda ser pomposo, pues con la “ch” todo
se echa a perder. La escuela donde estudiamos la secundaria y la
preparatoria, el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, se dice
itach; el ateneo que fundó el
gobierno, se llamó Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas,
atach; el partido
revolucionario que estaba en ese momento, el Partido de la Juventud
Chiapaneca, pajuch. De plano,
no hay seriedad con esa inicial.
El
gobierno, pues, había creado el Ateneo y nombró a los ateneístas. Pero la
cultura, como ustedes saben, se hace a pesar de las instituciones. Y los
ateneístas llegaban y se aburrían profundamente, porque las reuniones eran
los miércoles de 6 a 8 de la noche y el trabajo fundamental era levantar el
acta de asistencia. Pero nada se producía ahí. Entonces, don Óscar Oliva, al
ver aquel deterioro de gentes que antes habían sido magníficos pensadores,
fundó su propia institución a dos cuadras del Ateneo y se llamaba El
Ateneíto.
El
Ateneíto era la cantina más maravillosa de Tuxtla. Bajo palos de
mango, con cielo abierto, y con la mejor botana, ciencia, ésta, que se
desarrolló en aquel momento en Chiapas: la botánica, la botánica
extraordinaria que estaba alrededor de las mesas. Apenas terminaban su
sesión los ateneístas, se iban inmediatamente a El Ateneíto a tomar
cerveza, y entonces sí, la cultura empezaba a caminar a pasos agigantados.
¿Dónde se ha visto que la cultura pueda hacerse a secas? Ahí, en El
Ateneíto, empezaban a surgir los poemas, empezaban a surgir los cuentos,
los ensayos y las obras de teatro. Todo este material maravilloso fue el que
el maestro Fábregas reunió, después, en la espléndida revista que se llama,
precisamente, El Ateneo, pieza fundamental de la cultura moderna en
Chiapas. Además, todo este asunto que inventan de que las cantinas son
centros de perdición, es mentira. Las cantinas son lugares en las cuales la
gente llega a conversar. Muchas veces sus casas son estrechas o están
casados con una señora muy regañona. El Ateneíto era verdaderamente
un ágora.
Don
Óscar Oliva, padre, era un hombre tan de vanguardia que, incluso, había
formado en el Ateneíto
una pequeña biblioteca en la que había una buena enciclopedia para la
consulta de los comensales en caso determinado. Y también tenía actitudes
absolutamente revolucionarias porque un día, precisamente un 15 de mayo, el
gobierno había tomado por primera vez la decisión de jubilar a los
trabajadores de la educación con no sé cuántos años de trabajo. Eso lo
emocionó profundamente. Y esa tarde, cuando llegó a su cantina y la abrió,
al tiempo llegó don Martín Araujo. Don Óscar lo vio y le dijo:
-Oye,
vos, Martín, vení pa'cá.
–Decime,
Óscar.
–¿Cuántos años tenés de venir aquí a mi cantina?
–¡Aaaah!
–exclama–, ya cumplo 32 años de venir, Óscar.
–¡Ajá!,
¡estás jubilado, hermano!, ¡ju-bi-la-do! De ahora en adelante ésta va a ser
tu copa –le dijo poniéndosela frente a él–, nada más vos la vas a usar.
Ésta va a ser tu copa y vas a tener derecho de echarte tres pajuelazos todos
los días por cortesía de la casa como premio a tu esfuerzo, a tu constancia,
a la entrega absoluta de tu tiempo libre.
–Pues
muchas gracias Óscar.
–Eso sí,
botana no te doy porque si no, no salen las cuentas.
–Yo voy
a traer unos cacahuatitos, gracias –dijo don Martín muy satisfecho.
Don
Óscar Oliva me dijo después: "nunca pensé que fuera a vivir tanto, parece
que el comiteco era buena medicina, porque se echó otros treinta años vivo".
Y este don Óscar Oliva, padre, aparte de hacer este acto extraordinario de
una jubilación a un cliente, era hijo de Don Lindo Oliva, quien también
llegaba a las tertulias del Ateneíto.
Don
Lindo Oliva tenía todos los años del mundo y discutía con el historiador, un
historiador muy serio que teníamos nosotros, el maestro Castañón. Le decía:
–Mira
maestro lo que tú dices acerca de la batalla del 21 de agosto, que pones la
artillería nuestra, de los tuxtlecos, "El Sapo", "El Risapronta" y "El
Cositía", los tres cañones del lado derecho, no es cierto. Los cañones
estaban apuntando desde el centro y uno desplazadito a la izquierda, que era
"El Sapo".
–Bueno,
Don Lindo, yo tengo documentación en la que me puedo apoyar –le replicó el
maestro Castañón–. Usted en qué se apoya.
–En yo
mismo –contesta don Lindo–, si yo era artillero.
Don
Lindo había hecho un aporte sensacional a la cultura en Chiapas. Había leído
el Quijote 84 veces. Cada año lo leía dos veces: uno en tiempo de
agua y otro en tiempo de secas. Cuando iba a empezar la lectura contrataba a
unos heraldos que tocaban un tambor y una flauta de carrizo, que nosotros
llamamos pito. Los contrataba y salían de esquina a esquina: taca–tataca–tataca–fu–fi–fu–fi–fu–fi...
–¡Atención, pueblo de Tuxtla! ¡Don lindo Oliva informa que a partir de las
cinco de la tarde del próximo domingo, emprenderá la lectura número 85 del
Quijote! Era un orgullo enorme que tuviéramos una gente que hablara
del Quijote. Y esto nos salvó a muchos de nosotros, si bien la
escuela primaria había tenido esta característica de entrega de los
maestros, verdaderas vanguardias, conductores de pueblos.
La
escuela secundaria era completamente diferente, porque en la escuela
secundaria decidieron que los maestros de escuela primaria no estaban
capacitados, ¡hagan el favor!, para dar clase en la escuela secundaria. Los
maestros de la escuela secundaria eran profesionistas liberales, como se
llamaban en esa época. Pero eran muy conservadores. Los únicos
profesionistas titulados en esos años eran los ingenieros, los médicos y los
abogados. Además, era un honor dar la clase, daba un status: ser,
además de ingeniero catedrático, además de abogado catedrático, otorgaba un
rango social. Entre ellos se repartían las clases.
Los
ingenieros son gente seria, ellos daban únicamente matemáticas. Y nosotros
estábamos muy bien preparados en matemáticas, porque en la escuela aquella
bajo los árboles, en lugar de aprender la geometría de manera abstracta,
ayudábamos a los campesinos a medir sus parcelas. Entonces, sacar metros
cuadrados tenía sentido. O ayudábamos a construir los tanques para el agua,
entonces, tenía sentido aprender metros cúbicos, porque en abstracto debe
ser una cosa espantosa. Estábamos, siempre, directamente ligados a esos
trabajos.
Los
médicos, a diferencia de los ingenieros que son gente seria, eran un poco
más atrevidos. Además de enseñar botánica, biología y anatomía, se atrevían
con problemas que ellos mismos no entendían bien como la psicología. Pero
los abogados, ¡ay!, los abogados, daban todo, lo que fuera. Y por supuesto,
sin haber leído nunca cosas de esas. Nuestro maestro de literatura en ese
año era el licenciado Cuello, quien sólo había leído dos libros en su vida:
Penal III y Constitucional I, sus libros de derecho. Jamás
había leído un libro de literatura, por supuesto. Pero el orgullo era ser
catedrático.
El
licenciado Cuello tenía un respeto absolutamente mítico a los libros. Su
clase, para acabarla de amolar, era a las tres de la tarde, después de
comer. A las tres de la tarde en Tuxtla hay 40 grados de calor en el verano.
Nosotros éramos chamacos de 13 o 14 años que
acabábamos de descubrir, ellos y ellas, el amor. Habíamos descubierto la
sensación espléndida de las manitas sudadas en la matiné, y lo
transportábamos a la clase, siempre agarraditos. A las tres de la tarde
llegaba aquel hombre obeso, se sentaba y empezaba a tartamudear tratando de
explicar el Quijote. Claro, como nunca lo había leído, dictaba su
clase y se aburría profundamente. Y ese aburrimiento nos encajaba a
nosotros.
Pobre
Don Miguel, estoy hablando de don Miguel el bueno, Cervantes, pues, no don
Miguel, el que tiene aquí el Fondo (de Cultura Económica). Don Miguel el
bueno había sido un hombre espléndido. Había sido un hombre tan sencillo
como tú o como yo, no sé si tú o yo podamos ser tan sencillos como don
Miguel. Había hecho una vida magnífica, había sido aventurero, había sido
soldado, había sido marino y esclavo. Sabía beber su vino y bailar su pie.
Sabía contar historias. Tenía mala suerte y había estado preso. Era un
hombre que tenía todas las características para ser un buen escritor. Sin
embargo, él, que estuvo siempre rodeado de amigos y que el sonido que salía
de su casa en la noche siempre era de carcajadas y de música por las cosas
que contaba, tuvo la inmensa desgracia, después de su muerte, al cabo de dos
o tres siglos, de que lo hicieran clásico, que es lo peor que le puede pasar
a un escritor vital. Porque al ser clásico se convierte en objeto de estudio
obligatorio. Empieza a ser obligatorio para el maestro que enseña, el caso
del maestro Cuello, y los pobres alumnos empiezan a ser asediados por un
libro que deberían aprender a amar y gozar, si no les exigieran leerlo.
Nosotros estábamos tan desconcertados con aquel asunto, que empezamos a
pensar que lo más alejado del mundo era ese libro. Allí es donde entra la
importancia de don Lindo Oliva.
Don
Lindo Oliva contaba en El Ateneíto las historias del Quijote.
Lo había leído 85 veces, y todos los niños, pues nos dejaban entrar a las
cantinas y tomábamos nada más agua tehuacán, oíamos, sentaditos, las
historias del Quijote. Nos quedábamos fascinados. Además, la lengua
de don Lindo Oliva era la lengua del Quijote y descubrí entonces, que
la lengua del Quijote era la nuestra, pues él hablaba como nosotros.
Y eso nos llevaba directamente a la biblioteca familiar a leer el capítulo
que nos había dado ese día don Lindo Oliva.
Así
empezaba a surgir un amor inmediato al libro y se combinaba con otra cosa
que el historiador local, con el que discutía don Lindo Oliva los asuntos de
la guerra y la paz en Tuxtla, había descubierto un indicio fascinante no del
todo comprobado. Pero la verdad literaria tiene tanto derecho a existir como
la verdad histórica. Había encontrado los indicios de una solicitud de don
Miguel de Cervantes al rey de España, en los días en que él sentía que la
tira estaba cerca, que ya venía la policía judicial a agarrarlo. Había
descubierto que iba a caer preso. Por ello, le escribió una carta al rey
diciéndole que en pago a los esfuerzos de él como soldado, como defensor de
la corona, como defensor del trono, en pago a sus luchas en contra de los
moros, por "la batalla de Lepanto de fermosa gloria donde combatí e perdí la
mano e ligereza, solicito a vuestra excelencia ser el gobernador –ni más ni
menos– que de la provincia del Soconusco en Chiapas". Eso cambió
inmediatamente el asunto. Don Miguel dejó de ser odioso, muerto en un libro,
muerto en la biblioteca del licenciado Cuello, de donde nunca salía jamás,
para convertirse en el hombre que había querido vivir con nosotros en
Chiapas. Entonces salía la pregunta inmediata: ¿a lo mejor el Quijote
hubiera sido chiapaneco? Y eso rompía completamente la lejanía. Ahora, don
Miguel el bueno, jamás llegó a Chiapas, porque si le hubiera escrito a
Carlos V, éste le hubiera dicho que sí porque había sido soldado, había sido
bebedor, había sido viajero, había sido aventurero. Él sí lo hubiera
entendido. Pero la carta la recibió el pobre tristísimo de Felipe II, que
estaba encerrado en El Escorial, vestido de negro y rezando todo el día
rodeado de curas. Apenas llegó la solicitud de Don Miguel, Felipe II le dijo
al secretario: "tenga usted esta carta, archívela o mándela al IEPES"; y
claro, don Miguel cayó preso. Eso nos sirvió también para conocer al hombre
que estaba detrás del libro.
Cuando
se título el nieto mayor de don Lindo Oliva, o sea, el hermano mayor de
Óscar Oliva, en el banquete para celebrarlo estaba el presidente municipal.
Don Lindo Oliva levantó su copa y quedó viendo directamente a los ojos de su
nieto, flamante abogado, al que le dijo:
–Si
alguna vez doblegareis la vara de la justicia, que sea por el peso de la
misericordia y no por el de la dádiva.
Y el
presidente municipal exclamó;
–
¡Bravo!, eso lo dijo el presidente López Mateos.
–
¡Bruto! –le dijo airado don Lindo Oliva–, esos son consejos del Quijote a
Sancho Panza para gobernar.
Gracias
a eso pudimos derrotar para siempre al licenciado Cuello, que lo único que
había hecho en su vida, en sus clases, era como su apellido lo indica,
darnos un quijotazo a las tres de la tarde que nadie puede soportar. Y don
Lindo Oliva, desde ese centro cultural del Ateneíto, nos abrió para
siempre la puerta del Quijote, que nos acompañó toda la vida. Y cada
lectura del Quijote es como ver en distintas épocas de la vida a
Chaplin. Chaplin va creciendo y va madurando junto con nosotros, como el
libro extraordinario del Ingenioso Hidalgo. Pero también, y eso me gustaba
mucho, don Lindo Oliva nos daba algunos datos. Decía:
–Hay un
libro que se llama El Buscón y es muy divertido. Como ya le teníamos
confianza a don Lindo, íbamos en busca del Buscón y descubríamos la
risa, la sonrisa, la inteligencia, ni más ni menos que de Quevedo, y
empezábamos a leer en voz alta a Quevedo. Lo más importante fue decubrir el
efecto que El Buscón hacía entre los campesinos que hablaban español,
por supuesto. Les recuerdo que nosotros vivimos en una sociedad plurilingüe,
pluriétnica. A los campesinos que hablaban español les leíamos El Buscón
y se maravillaban y empezaban a preguntar por el autor, y decíamos: Quevedo,
y entonces pensaban que Quevedo vivía en La Frailesca o en Chiapa de Corzo,
y Quevedo se convirtió en un personaje popular. Pero pobre de don Francisco,
si supiera que quedó como un pícaro en Chiapas. Aquí, se habla de Quevedo
como pícaro y como es tan fácil rimar Quevedo con todo tipo de palabras de
sonidos, peso y olor penetrante, todo el mundo inventa cosas acerca del
nombre de Quevedo. La gente está convencida que Quevedo es nuestro, que es
chiapaneco. En todo ello está el origen absoluto de la vocación de aquellos
niños que hacíamos Alma Infantil.
He
hablado de Juan Bañuelos, he hablado de Óscar Oliva, yo mismo escribía allí.
Nos corregía los artículos un joven bachiller que se preparaba para estudiar
medicina, muy bello, con unos ojos azules como dos planetas, una voz
profunda, y era declamador en el día de las madres, en el día de los
maestros. Este bachiller era Jaime Sabines. Jaime llegaba y en la misma
imprenta corregía nuestros poemitas y escritos. Y por esos días llegó para
ser bibliotecaria de la secundaria del Instituto de Artes y Ciencias de
Chiapas, una muchacha que se acababa de graduar en Letras y regresaba de
España, donde había sido deslumbrada por el franquismo. Había tenido una
decepción amorosa. Se había cortado el pelo, como Sor Juana en su momento, y
había llegado con el pelo corto a ser bibliotecaria de nosotros. Esta
muchacha que estaba escribiendo sus poemas iniciales era Rosario
Castellanos.
Todo
esto hacía que la literatura fuera algo absolutamente normal y nos dábamos
cuenta que los escritores somos escritores, a pesar de los malos maestros de
literatura. Por fortuna esto ha cambiado enormemente. Ahora, los maestros de
literatura ya no son licenciados Cuello, son gente que ama la literatura,
que la entiende y comparte como si fuera una comunión, comparte el pan y el
vino diario de la lectura y del amor. Para nosotros no fue ese el camino,
pero por fortuna estaban estos héroes populares que nos salvaron y nos
encontraron el camino.
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